Los hermanos Karamazov

Los Hermanos Karamazov, 25 años después

Angel

Hace unos días me encontré con un fragmento de “Los hermanos Karamázov”, atribuido erróneamente en comentarios a Aliocha, cuando en realidad es de Iván Karamázov… el intelectual y escéptico. Como no podía ser de otra manera, me di a la tarea de conseguir una versión digital del libro, rastrear el fragmento y confirmar de boca de quién salían estas palabras:

“Creo, como un niño, que el sufrimiento será sanado y compensado, que toda la humillante absurdidad de las contradicciones humanas se desvanecerá como un lastimoso espejismo, como la despreciable invención de la impotente e infinitamente pequeña mente euclidiana del hombre, que en el fin del mundo, en el momento de la armonía eterna, sucederá algo tan precioso que bastará para todos los corazones, para consolar todos los resentimientos, para expiar todos los crímenes de la humanidad, por toda la sangre derramada; que hará posible no solo perdonar, sino justificar todo lo sucedido”.

El tropiezo con el fragmento de “Los hermanos Karamázov” y la corrección de su atribución inicial desató una cascada de recuerdos y reflexiones sobre la profunda huella que esta obra dejó en mi corazón. La confusión inicial, al adjudicar las palabras a Aliocha, cuando en realidad venían de Iván, sirvió como un recordatorio de la complejidad inherente a la novela y a sus personajes. Me llevó a reencontrarme con el texto original, a desenterrar sus páginas y a confirmar, con la autoridad de la propia pluma de Dostoyevski, la verdadera procedencia de esas líneas cargadas de una fe infantil (sí, ahora Infantil) teñida de escepticismo.

La lectura de “Los hermanos Karamázov” durante mis años mozos coincidió con un periodo particularmente turbulento en la historia reciente de nuestro país, México. La agitación que vivíamos entonces poseía una intensidad y una resonancia que no se habían experimentado en décadas. Es, de hecho, la primera vez que me atrevo a plasmar esta conexión entre mi experiencia personal y la lectura de una obra literaria. En aquel contexto de efervescencia social y búsqueda de respuestas disfruté inmensamente de “Los hermanos Karamázov”. A pesar de mi profunda y arraigada confianza en el método científico y en la razón como herramientas para comprender el mundo, el personaje de Iván, con su mente brillante pero presa de una lógica fría y falto de confianza en la humanidad, nunca logró resonar en mí. Su intelectualismo me parecía, paradójicamente, una forma de obtusa cerrazón ante la complejidad de la realidad y la pasión que me levantaba cada día.

En contraste, la figura de Alekséi, Aliocha, irradiaba un “algo” que me atraía inmensamente, a pesar de lo que entonces percibía como una fe ciega. Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, esa “ceguera” se revela ahora como una fe genuina, una confianza profunda en el espíritu humano y en la posibilidad de la bondad. ¿Las razones de esta afinidad? Su humildad, su capacidad para la compasión y, precisamente, la transparencia de su fe, desprovista de la arrogancia intelectual propia de Iván.

La conexión que sentí en aquel entonces con la novela fue primordialmente instintiva. El estilo inconfundible de Fiódor Dostoyevski, con su exploración psicológica y su intensidad emocional, la constante confrontación ideológica entre sus personajes, caló hondo en mi ser adolescente. Estas lecturas dejaron una marca tan profunda que permaneció latente en mi memoria, guardada quizás inconscientemente para ser revisitada en un momento posterior, cuando la vida permitiera un tiempecito para regalarme a mi mismo… Ese “cuando tenga tiempo” que a menudo posterga los encuentros significativos.

Hoy, al contemplar la figura de Aliocha, la distancia temporal transforma mi percepción. Ya no lo veo simplemente como una personificación de la fe; lo siento más cercano, alguien cuya bondad inspira una especie de afecto paternal. A Iván, en cambio, lo observo con una cierta satisfacción por haber mantenido una postura crítica ante su escepticismo burdo. Pienso en aquellos que, tristemente, permiten que el peso de sus pesares los consuma, endureciendo sus corazones hasta convertirlos en una “bolita de papel” guardada en el bolsillo, aquellos que se dejan seducir por la melancolía paralizante o, peor aún, aquellos que buscan un escape en los placeres mundanos.

Hoy, suscribo y acoto que… “creo, como un niño, que el sufrimiento será sanado y compensado, que toda la humillante absurdidad de las contradicciones humanas se desvanecerá como un lastimoso espejismo, como la despreciable invención de la impotente e infinitamente pequeña mente euclidiana del hombre, que en el fin del mundo, en el momento de la armonía eterna, sucederá algo tan precioso que bastará para todos los corazones, para consolar todos los resentimientos, para expiar todos los crímenes de la humanidad, por toda la sangre derramada; que hará posible perdonar”… pero no, ni ahora ni nunca, “justificar todo lo sucedido”…

Suscribo con convicción las palabras de Iván sobre la esperanza de una sanación final del sufrimiento y la disolución de las absurdas contradicciones humanas en un futuro de armonía. Reconozco la profunda necesidad de creer, como un niño, en esa promesa de consuelo y expiación. Sin embargo, mi visión se distancia de la conclusión de Iván. Hoy, acoto y afirmo que, si bien creo firmemente en la posibilidad de perdonar, la idea de “justificar todo lo sucedido” me resulta, ahora y siempre, inaceptable. Hay actos de crueldad y maldad que trascienden cualquier intento de justificación racional o trascendental. El sufrimiento puede ser sanado, los resentimientos pueden ser consolados, los crímenes pueden ser expiados, nuestro corazón debe sanar, y ello implica perdonar… pero la justificación de la atrocidad misma permanece como una mancha indeleble en la historia de la humanidad.

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