El culto a la ignorancia

El Conocimiento. Mercancía o Liberación ?

Angel

La verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos” – Karl Popper, filósofo.

Detenernos un momento a platicar sobre esto es, me parece, una de las tareas más urgentes de nuestro tiempo. Es una necesidad para navegar la creciente complejidad y el ruido del mundo en que vivimos. Comprender cómo el conocimiento se maneja, se distribuye o, más importante aún, se obstruye, nos permite empezar a ver los hilos invisibles que mueven muchas de las situaciones que nos causan sufrimiento. Es como aprender a leer el mapa de un territorio que, hasta ahora, caminábamos a ciegas.

Abordar de frente cómo se estructura y fomenta un deliberado culto a la ignorancia es el primer paso ineludible para desmantelarlo, primero en nosotros mismos y luego en nuestro entorno. Desde mi humilde entendimiento, es la única manera de aspirar a construir una sociedad donde la conciencia, la empatía y la participación no sean la excepción, sino la norma floreciente.

El Conocimiento. Mercancía o Liberación

El culto a la ignorancia

A veces, uno se encuentra en medio del torbellino de la vida, observando los acontecimientos personales y colectivos como si se tratara de una obra de teatro un tanto caótica y, a menudo, dolorosa. Vemos los actores, las luces, el escenario, pero pocas veces nos asomamos detrás del telón para ver la maquinaria que mueve todo. Y es que, en el fondo, muchas de las tensiones, la ansiedad y la insatisfacción que experimentamos como individuos y como sociedad, ese sentimiento de fondo que en la tradición budista se conoce como dukkha, tienen una raíz común, una que a menudo se disfraza o se ignora: la ignorancia fundamental, o avidyā, el no-ver la realidad tal y como es.

Esta ignorancia no es un vacío pasivo, una simple falta de datos. Desde la perspectiva contemplativa, avidyā es un error activo de percepción. Es ver como permanente lo que es transitorio, como satisfactorio lo que es inherentemente incapaz de dar una felicidad duradera, y como un “yo” sólido y separado lo que en realidad es una red de interconexiones fluidas y constantes.

Es esta percepción errónea la que da origen a las aflicciones mentales: el apego (la avidez, el querer aferrar lo placentero), la aversión (el odio, el querer rechazar lo displacentero) y la indiferencia que nace de la confusión. Es un círculo vicioso: la ignorancia alimenta las aflicciones, y las aflicciones nublan la mente, profundizando la ignorancia. Este mecanismo es el motor del sufrimiento. En un nivel social, este motor es perpetuado por lo que podríamos llamar un culto a la ignorancia.

Desde mi limitado rincón de estudio, donde la neurociencia moderna dialoga con la sabiduría contemplativa milenaria, he llegado a una conclusión provisional, pero que cada día me parece más sólida: la ignorancia que vemos manifestada en el mundo rara vez es un accidente. No es que la gente “no sepa”. Con frecuencia, es casi el resultado de un todo en el que se promueve el culto a la ignorancia, para que uno no sepa, para que no pregunte, para que no conecte los puntos. Un sistema que se alimenta de la confusión mental, del apego insano y de la aversión, y que, por lo tanto, necesita perpetuarlos.

Pensemos en esto por un momento. Una estructura social basada en el consumo sin fin, en la competencia feroz y en la acumulación como máximo ideal, necesita imperiosamente que las personas vivan en un estado de insatisfacción perpetua. Necesita que siempre estemos buscando la felicidad afuera, en el siguiente producto, en la siguiente experiencia, en la validación externa, la lógica del culto a la ignorancia.

Si un número significativo de personas encontrara una fuente de bienestar genuino y estable en su interior, a través de la calma mental, la claridad y la compasión, el motor del sistema se detendría. La conciencia clara es la mayor amenaza para cualquier estructura basada en la manipulación del deseo. Por eso, el sistema no puede sino promover un culto a la ignorancia.

El culto a la ignorancia

Aquí es donde este culto a la ignorancia se vuelve un proyecto activo y deliberado. No se trata solamente de un sistema educativo que, en general, falla en enseñar a los niños a mirar hacia adentro, a gestionar sus emociones o a cultivar la empatía. Es mucho más que eso. Se trata de una promoción constante y masiva de la distracción, la superficialidad y el ruido.

Se nos bombardea, desde la cuna hasta la tumba, con la idea de que la introspección es de “aburridos” o “depresivos”, que analizar las estructuras es “complicarse la vida”, que es mejor “vivir el momento” de una forma que en realidad significa reaccionar impulsivamente a cada estímulo externo. Este mensaje, repetido hasta el cansancio en la publicidad, los medios y la cultura popular, tiene un objetivo claro: mantener la mente agitada, nublada y, por lo tanto, fácilmente influenciable. Una mente así, fragmentada y dispersa, es incapaz de ver las verdaderas causas de su sufrimiento y, por ende, es el terreno más fértil para el culto a la ignorancia.

Este fenómeno se agrava de una manera dramática cuando todo, absolutamente todo, incluyendo el saber mismo, se trata como un objeto más de consumo, un objeto de apego. El conocimiento, que debería ser una luz para disipar la oscuridad de la ignorancia, se empaqueta, se le pone un precio y se convierte en un símbolo de estatus. La cultura se transforma en un producto para ser adquirido y exhibido, no una vía para la transformación profunda del ser.

La educación, en lugar de ser un camino hacia la liberación de la mente del yugo de sus propias aflicciones, se convierte en un medio para obtener una ventaja competitiva en la maquinaria del mercado. Este es un pilar fundamental del culto a la ignorancia.

Como padres, lo vemos constantemente, y es una fuente de profunda preocupación. Nos esforzamos por darles a nuestros hijos las mejores herramientas, por mantener viva esa llama de curiosidad infinita con la que nacen, esa necesidad de preguntar “por qué ???”. Pero el sistema parece remar con una fuerza descomunal en la dirección contraria. La escuela, con sus horarios rígidos, sus exámenes estandarizados y su enfoque en la memorización de datos inconexos, a menudo apaga esa llama.

Se les enseña a seguir instrucciones, no a cuestionarlas; a dar la respuesta “correcta”, no a explorar preguntas profundas. El acceso a una educación que verdaderamente libere la mente, que fomente el pensamiento crítico, la creatividad y la inteligencia emocional, se convierte en un raro privilegio. La norma es una “educación para el hacer”, no una “educación para el ser“. Este no es un fallo del sistema, sino la consecuencia lógica de una sociedad que valora la productividad por encima de la sabiduría, y este diseño educativo es la escuela primaria del culto a la ignorancia.

Desde la perspectiva de la neurociencia, esto tiene consecuencias medibles. El cerebro humano se desarrolla en respuesta a su entorno. Cuando un niño es criado en un ambiente que premia la obediencia ciega y desincentiva el cuestionamiento, sus redes neuronales asociadas al pensamiento crítico y a la flexibilidad cognitiva no se desarrollan plenamente. En cambio, se fortalecen los circuitos de la conformidad y la ansiedad ante el error. El cerebro aprende a buscar la seguridad en lo conocido y a temer lo incierto. Este entrenamiento neurológico temprano es la base biológica sobre la que se construye, más tarde, la aceptación pasiva de un culto a la ignorancia. Se nos entrena para no pensar demasiado.

El culto a la ignorancia

Todo esto es sostenido por las narrativas que permean nuestra cultura y que alimentan nuestras aflicciones mentales. Suena a concepto abstracto, pero es muy simple: son las historias que nos contamos colectivamente y que refuerzan el ego, el miedo y el deseo.

La historia de que la felicidad consiste en acumular bienes. La historia de que el éxito es tener más que los demás. La historia de que somos individuos aislados y que debemos competir para sobrevivir. Estas narrativas se filtran en todo. El resultado es una percepción distorsionada de la realidad, una profunda avidyā colectiva. Este es el verdadero triunfo del culto a la ignorancia: nos convence de adoptar como propias las ideas que perpetúan nuestro propio sufrimiento.

Y aquí es donde la tecnología moderna entra en escena, con un papel trágicamente protagónico. En teoría, internet y las redes sociales deberían haber sido las herramientas de liberación definitivas, la aniquilación del culto a la ignorancia. Y en ciertos aspectos, lo han sido. Pero en su mayor parte, estas tecnologías, debido a su modelo de negocio, han sido cooptadas para convertirse en los aparatos más potentes y eficientes para la propagación de la confusión mental. Los algoritmos no están diseñados para educarnos, sino para secuestrar nuestra atención. Y lo que mejor captura nuestra atención es la emoción cruda: la indignación, el miedo, la lujuria, la envidia.

El contenido que es polarizante, sensacionalista y simplista se vuelve viral, mientras que el análisis matizado y profundo se hunde en la irrelevancia. Esto crea las famosas “cámaras de eco”, donde solo escuchamos opiniones que refuerzan las nuestras.

Se fomenta activamente el pensamiento dualista —”nosotros” contra “ellos”—, que es la marca de una mente confundida. Este es el motor del culto a la ignorancia en el siglo XXI. Ya no es solo la ausencia de información, sino el ahogamiento en desinformación y estímulos que agitan la mente hasta el agotamiento. Se nos entrena para desconfiar de la ciencia y los expertos, y en su lugar, confiar en memes y videos virales. Este es el culto a la ignorancia 2.0.

Entonces, estamos condenados a este ciclo de sufrimiento y confusión ?? Desde la perspectiva contemplativa, la respuesta es un rotundo y esperanzador no. La maquinaria del sufrimiento, por poderosa que parezca, es un producto de la mente. Y la mente, como nos enseña la neuroplasticidad y la sabiduría ancestral, puede ser entrenada y transformada. La batalla más importante siempre se libra en el terreno de nuestra propia conciencia. El antídoto para el culto a la ignorancia es la práctica de la claridad.

Superar este culto a la ignorancia globalizado requiere un compromiso personal y colectivo con lo que podríamos llamar una “educación de la conciencia”. Esto va más allá de la academia; es un proyecto de vida. Significa, antes que nada, cultivar la capacidad de la atención plena, o mindfulness. Es el acto radical de aprender a observar nuestros propios pensamientos y emociones sin juicio y sin ser arrastrados por ellos. Cada vez que hacemos esto, creamos un espacio de libertad entre el estímulo y la reacción. En ese espacio reside nuestra capacidad de elegir una respuesta sabia en lugar de una reacción condicionada. En ese espacio, el culto a la ignorancia pierde su poder.

Implica también cultivar activamente la compasión y la bondad amorosa, o metta. Empezando por nosotros mismos y extendiéndola a todos los seres. La compasión es el antídoto directo al veneno de la separación y el tribalismo que el culto a la ignorancia nos inyecta a diario.

Se trata de buscar activamente el conocimiento que libera, no el que simplemente entretiene o reafirma. Leer libros que nos desafíen. Platicar con gente que piensa distinto, no para debatir, sino para comprender. Significa valorar el silencio y la reflexión en un mundo que glorifica el ruido. Es un esfuerzo, sin duda. Requiere disciplina y la humildad de reconocer la profundidad de nuestra propia confusión, del grado en que todos hemos internalizado el culto a la ignorancia. Pero es la única lucha que verdaderamente importa. Esta educación liberadora es el único camino hacia una verdadera conciencia de nuestra situación.

Una conclusión para el camino

El culto a la ignorancia

A pesar de lo abrumador que pueda parecer este panorama, hay un motivo profundo y genuino para el optimismo. La oscuridad de la ignorancia, por densa que sea, no tiene una existencia propia; es simplemente la ausencia de luz. Una sola lámpara puede disipar eras de oscuridad. De la misma manera, un solo momento de conciencia clara puede empezar a disolver una vida entera de confusión. Cada vez que como individuo eliges la pausa sobre la reacción, la compasión sobre el juicio, la curiosidad sobre el dogma, estás encendiendo esa lámpara. Estás asestando un golpe silencioso pero certero al culto a la ignorancia.

La estructura entera que soporta este culto a la ignorancia se basa en nuestra distracción y en nuestra pasividad. Por lo tanto, es increíblemente frágil. Se desvanece ante una mente serena y atenta.

Quizás, al compartir estas reflexiones, al tener estas conversaciones incómodas pero necesarias, esta pequeña luz pueda llegar a alguien más. Así, poco a poco, las luces se unen, tejiendo una red de conciencia que ilumina la noche. Esta red es la que tiene el poder de dejar obsoleto, finalmente, este pernicioso culto a la ignorancia y dar a luz a una sociedad más sabia y compasiva.

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